Día internacional de la mujer, 8 de marzo de 2022
En el Día Internacional de la Mujer, traemos un capítulo del libro “De animales a dioses” de Yuval Noah Harari, profesor de historia en la Universidad Hebrea de Jerusalén, doctorado en historia de la universidad de Oxford y especializado en macrohistoria.
El capítulo se llama
ÉL Y ELLA
Diferentes sociedades adoptan diferentes tipos de jerarquías imaginadas. La raza es muy importante para los americanos modernos, pero era relativamente insignificante para los musulmanes medievales. La casta era un asunto de vida o muerte en la India medieval, mientras que en la Europa moderna es prácticamente inexistente. Sin embargo, hay una jerarquía que ha sido de importancia suprema en todas las sociedades humanas conocidas: la jerarquía del género. En todas partes la gente se ha dividido en hombres y mujeres. En todas partes los hombres han obtenido la mejor tajada, al menos desde la revolución agrícola.
Algunos de los textos chinos más antiguos son huesos de oráculos que datan de 1.200 a.C. y que se usaban para adivinar el futuro. En uno de ellos había grabada la siguiente pregunta: “¿Será venturoso el parto de la señora Hao?”. A la que se respondía: “Si el niño nace en un día ding, venturoso; sí nace en un día geng, muy afortunado”. Sin embargo, la señora Hao dio a luz en un día jiayin. El texto termina con esta observación displicente: “Tres semanas y un día después, en un día jiayin, nació el hijo. No hubo suerte. Era una niña”. Más de 3.000 años después, cuando la China comunista promulgó la política del hijo único, muchas familias chinas continuaron considerando que el nacimiento de una niña era una desgracia. Ocasionalmente, los padres abandonaban o mataban a las niñas recién nacidas con el fin de tener otra oportunidad de conseguir un niño.
En muchas sociedades, las mujeres eran simples propiedades de los hombres, con frecuencia de sus padres, maridos o hermanos. El estupro o la violación, en muchos sistemas legales, se consideraba un caso de violación de propiedad; en otras palabras, la víctima no era la mujer que fue violada, sino el macho que la había poseído. Así las cosas, el remedio legal era la transferencia de propiedad: se exigía al violador que pagara una dote por la novia al padre o al hermano de la mujer, tras lo cual está se convertía en la propiedad del violador. La Biblia decreta que “si un hombre encuentra a una joven virgen no desposada, la agarra y yace con ella y fueron sorprendidos, el hombre que yació con ella dará al padre de la joven cincuenta siclos de plata y ella será su mujer” (Deuteronomio, 22, 28-29). Los antiguos hebreos consideraban que este era un arreglo razonable.
Violar a una mujer que no pertenecía a ningún hombre no era considerado un delito en absoluto, de la misma manera que coger una moneda perdida en una calle frecuentada no se consideraba un robo. Y si un marido violaba a su mujer, no cometía ningún delito. De hecho, la idea de que un marido pudiera violar a su mujer era un oxímoron. Ser marido significaba tener el control absoluto de la sexualidad de la esposa. Decir que un marido “había violado” a su esposa era tan ilógico como decir que un hombre había robado su propia cartera. Esta manera de pensar no estaba confinada al Oriente Próximo antiguo. En 2006, todavía había 53 países en los que un marido no podía ser juzgado por la violación de su esposa. Incluso en Alemania, las leyes sobre el estupro no se corrigieron hasta 1997 para crear una categoría legal de violación marital.
¿La división entre hombres y mujeres es un producto de la imaginación como el sistema de castas en la India y el sistema racial en América, o es una división natural con profundas raíces biológicas? Y si realmente es una división natural, ¿existen asimismo explicaciones biológicas para la preferencia que se da a los hombres sobre las mujeres?
Algunas de las disparidades culturales legales y políticas entre hombres y mujeres reflejan las evidentes diferencias biológicas entre los sexos. Parir ha sido siempre cosa de mujeres, porque los hombres carecen de útero. Pero alrededor de esta cuestión dura y universal, cada sociedad ha acumulado capa sobre capa ideas y normas culturales que tienen poco que ver con la biología. Las sociedades asocian una serie de atributos a la masculinidad y a la feminidad que en su mayor parte carecen de una base biológica firme.
Por ejemplo, en la democrática Atenas del siglo v a. C., un individuo que poseyera un útero no gozaba de una condición legal independiente y se le prohibía participar en las asambleas populares o ser un juez. Con pocas excepciones, dicho individuo no podía beneficiarse de una buena educación, ni dedicarse a los negocios, ni al discurso filosófico. Ninguno de los líderes políticos de Atenas, ninguno de sus grandes filósofos, artistas o comerciantes poseía un útero. ¿Acaso poseer un útero hace que una persona sea inadecuada biológicamente para dichas profesiones? Así lo creían los antiguos atenienses. En la Atenas de hoy, las mujeres votan, son elegidas para cargos públicos, hacen discursos, diseñan de todo, desde joyas a edificios y Software, y van a la universidad. Su útero no les impide hacer todas estas cosas con el mismo éxito con que lo hacen los hombres. Es verdad que todavía están insuficientemente representadas en la política y los negocios – solo alrededor del 12 por ciento de los miembros del Parlamento griego son mujeres -, pero no existe ninguna barrera legal a su participación en política, y la mayoría de los griegos modernos piensan que es muy normal que una mujer ejerza cargos públicos. (…)
¿Cómo podemos distinguir lo que está determinado biológicamente de lo que la gente intenta simplemente justificar mediante mitos biológicos? Una buena regla empírica es: “La biología lo permite, la cultura lo prohíbe”. La biología tolera un espectro muy amplio de posibilidades. Sin embargo, la cultura obliga a la gente a realizar algunas posibilidades al tiempo que prohíbe otras. La biología permite a las mujeres tener hijos, mientras que algunas culturas obligan a las mujeres a realizar esta posibilidad. La biología permite a los hombres que gocen del sexo entre sí, mientras que algunas culturas les prohíben realizar esta posibilidad.
La cultura tiende a aducir que solo prohíbe lo que es antinatural. Pero, desde una perspectiva biológica nada es antinatural. Todo lo que es posible es, por definición, también natural. Un comportamiento verdaderamente antinatural, que vaya contra las leyes de la naturaleza, simplemente no puede existir, de modo que no necesitaría prohibición. Ninguna cultura se ha preocupado nunca de prohibir que los hombres fotosinteticen, que las mujeres corran más deprisa que la velocidad de la luz o que los electrones, que tienen carga negativa, se atraigan mutuamente.
En realidad, nuestros conceptos “natural” y “antinatural” no se han tomado de la biología, sino de la teología cristiana. El significado teológico de “natural” es “de acuerdo con las intenciones del Dios que creó la naturaleza”. Los teólogos cristianos argumentaban que Dios creó el cuerpo humano con el propósito de que cada miembro y órgano sirviera a un fin particular. Si utilizamos nuestros miembros y órganos para el fin que Dios pretendía, entonces es una actividad natural. Si lo usamos de manera diferente a lo que Dios pretendía, es antinatural. Sin embargo, la evolución no tiene propósito. Los órganos no han evolucionado con una finalidad, y la manera como son usados está en constante cambio. No hay un solo órgano en el cuerpo humano que realice únicamente la tarea que realizaba su prototipo por primera vez hace cientos de millones de años. Los órganos evolucionan para una función concreta, pero una vez que existen, pueden adaptarse asimismo para otros usos. La boca, por ejemplo, apareció porque los primitivos organismos pluricelulares necesitaban una manera de incorporar nutrientes a su cuerpo. Todavía usamos la boca para este propósito, pero también la empleamos para besar, hablar y, si somos Rambo, para extraer la anilla de las granadas de mano. ¿Acaso alguno de estos usos es antinatural simplemente porque nuestros antepasados vermiformes de hace 600 millones de años no hacían estas cosas con su boca?
SEXO Y GÉNERO
Así pues, tiene poco sentido decir que la función natural de las mujeres es parir, o que la homosexualidad es antinatural. La mayoría de las leyes, normas, derechos, y obligaciones que definen la masculinidad o la feminidad reflejan más la imaginación humana que la realidad biológica.
Biológicamente, los humanos se dividen en machos y hembras. Un macho de Homo sapiens posee un cromosoma X y un cromosoma Y; una hembra una hembra tiene dos cromosomas X. Pero, “hombre” y “mujer” denominan categorías sociales, no biológicas. Mientras que en la gran mayoría de los casos, en la mayor parte de las sociedades humanas, los hombres son machos y las mujeres hembras, los términos sociales portan una gran cantidad de equipaje que solo tiene una tenue relación, si es que la tiene, con los términos biológicos. Un hombre no es un sapiens con cualidades biológicas particulares como cromosomas XY, testículos y mucha testosterona. Lo que ocurre es que encaja en una rendija concreta del orden humano imaginado en su sociedad. Sus mitos culturales le asignan papeles masculinos (como dedicarse a la política), derechos (como votar) y deberes (como el servicio militar) concretos. Asimismo, una mujer no es una sapiens con dos cromosomas X, un útero y gran cantidad de estrógeno. Más bien es un miembro femenino de un orden humano imaginado. Los mitos de su sociedad le asignan papeles femeninos únicos (criar a los hijos), derecho (protección contra la violencia) y deberes (obediencia a su marido). Puesto que son los mitos, y no la biología, los que definen los papeles, derecho y deberes de hombres y mujeres, el significado de “masculinidad” y “feminidad” ha variado enormemente de una sociedad a otra.
Para hacer que las cosas sean menos confusas, los estudiosos suelen distinguir entre “sexo”, que es una categoría biológica, y “género” una categoría cultural. El sexo se divide en machos y hembras, y las cualidades de esta división son objetivas y han permanecido constantes a lo largo de la historia. El género se divide entre hombres y mujeres (y algunas culturas reconocen otras categorías). Las cualidades denominadas “masculinas” y “femeninas” son intersubjetivas y experimentan cambios constantes. Por ejemplo, existen grandes diferencias en el comportamiento, deseos, indumentaria e incluso postura corporal entre las mujeres de la Atenas clásica y las mujeres de la Atenas moderna.
El sexo es un juego de niños, pero el género es un asunto serio. Conseguir ser un miembro del sexo masculino es la cosa más sencilla del mundo. Uno solo necesita haber nacido con un cromosoma X y uno Y. Conseguir ser una hembra es igualmente simple. Un par de cromosomas X bastan. En contraste, convertirse en un hombre o una mujer es una empresa muy complicada y exigente. Puesto que la mayoría de las cualidad masculinas y femeninas son culturales y no biológicas, ninguna sociedad corona automáticamente a cada macho como hombre, ni a cada hembra como mujer. Ni estos títulos son laureles sobre los que uno pueda descansar una vez que se han adquirido. Los machos han de demostrar continuamente su masculinidad a lo largo de su vida, desde la cuna a la tumba, en una serie interminable de ritos y desempeños. Y la obra de una mujer no se acaba nunca: ha de convencerse continuamente y de convencer a los demás de que es lo bastante femenina.
El éxito no está garantizado. Los machos, en particular, viven en el temor constante de perder su afirmación de masculinidad. A lo largo de la historia, los machos han estado dispuestos a arriesgar, e incluso a sacrificar su vida, simplemente para que los demás puedan decir: “¡Es todo un hombre!”.
¿QUÉ ES LO QUE TIENEN DE TAN BUENO LOS HOMBRES?
Al menos desde la revolución agrícola, la mayoría de las sociedades humanas han sido sociedades patriarcales que valoraban mucho más a los hombres que a las mujeres. Con independencia de cómo una sociedad definiera “hombre” y “mujer”, ser un hombre era siempre mejor. Las sociedades patriarcales educan a los hombres para que piensen y actúen de una manera masculina y a las mujeres para que piensen y actúen de una manera femenina, y castigan a todos los que se atrevan a cruzar estos límites. Pero no premian de igual manera a los que se amoldan. Las cualidades consideradas masculinas son más valoradas que las que consideran femeninas, y los miembros de una sociedad que encarnan el ideal femenino obtienen menos cosas que los que ejemplifican el ideal masculino. En la salud y la educación de las mujeres se invierten menos recursos; las mujeres tienen menos oportunidades económicas, menos poder político y menos libertad de movimiento. El género es una carrera en la que algunos de los corredores compiten solo por la medalla de bronce.
Es cierto que un reducido grupo de mujeres han conseguido alcanzar la posición alfa, como Cleopatra de Egipto, la emperatriz Wu Zetian de china (c. 700 d.C.) e Isabel I de Inglaterra. Pero se trata de excepciones que confirman la regla. A lo largo de los cuarenta y cinco años de reinado de Isabel I, todos los miembros del Parlamento eran hombres, todos los oficiales de la marina y del ejército reales eran hombres, todos los jueces y abogados eran hombres, todos los obispos y arzobispos eran hombres, todos los teólogos y sacerdotes eran hombres, todos los médicos y cirujanos eran hombres, todos los estudiantes y profesores en todas las universidades y facultades eran hombres, todos los alcaldes y gobernadores eran hombres, y casi todos los escritores, arquitectos, poetas, filósofos, pintores, músicos y científicos eran hombres.
El patriarcado ha sido la norma en casi todas las sociedades agrícolas e industriales y ha resistido tenazmente a los cambios políticos, las revoluciones sociales y las transformaciones económicas. Egipto, por ejemplo, fue conquistado numerosas veces a lo largo de los siglos. Asirios, persas, macedonios, romanos, árabes, mamelucos, turcos e ingleses lo ocuparon y su sociedad permaneció siempre patriarcal. Egipto fue gobernado por la ley faraónica, la ley griega, la ley romana, la ley musulmana, la ley otomana y la ley británica, y en todas ellas se discriminaba a las personas que no fueran “todo un hombre”.
Puesto que el patriarcado es tan universal, no puede ser el producto de algún círculo vicioso que se pusiera en marcha por un acontecimiento casual. Vale la pena señalar que, incluso antes de 1492, la mayoría de las sociedades tanto en América como en Afroasia eran patriarcales, aunque habían permanecido sin contacto durante miles de años. Si el patriarcado en Afroasia fue el resultado de algún acontecimiento aleatorio, ¿por qué eran patriarcales los aztecas y los incas? Es mucho más probable que, aunque la definición precisa varía de una cultura a otra, exista alguna razón biológica universal por la que casi todas las culturas valoraban más la masculinidad que la feminidad. No sabemos cuál es la verdadera razón. Existen muchas teorías, pero ninguna de ellas es convincente. (…)
¿Cómo llegó a ocurrir que en la única especie cuyo éxito depende sobre todo de la cooperación los individuos que supuestamente son menos cooperativos (los hombres) controlen a los individuos que supuestamente son más cooperativos (las mujeres)? En la actualidad, no tenemos una respuesta satisfactoria. Quizá las hipótesis comunes sean simplemente erróneas. ¿Acaso los machos de la especie Homo sapiens no están caracterizados por la fuerza física, la agresividad y la competitividad, sino por unas habilidades sociales superiores y una mayor tendencia a cooperar? Sencillamente, no lo sabemos.
Lo que sabemos, sin embargo, es que durante el último siglo los papeles de género han experimentado una revolución extraordinaria, cada vez hay más sociedades que no solo conceden a hombres y mujeres un estatus legal, derechos políticos y oportunidades económicas iguales, sino que piensan de nuevo y por completo los conceptos más básicos de género y sexualidad. Aunque la brecha de género es todavía importante, los acontecimientos se han precipitado a una velocidad vertiginosa. En 1913, en Estados Unidos se consideraba de una manera general que conceder el derecho al voto a las mujeres era una afrenta; la posibilidad de que hubiera una mujer ministra o juez del Tribunal Supremo era simplemente ridícula; o al mismo tiempo, la homosexualidad era un tema tabú, y ni siquiera podía hablarse de ella en la sociedad educada. Sin embargo, en 2013 el derecho de voto de las mujeres se da por sentado; apenas es motivo de comentario que haya ministras, y cinco jueces del Tribunal Supremo de Estados Unidos, tres de los cuales son mujeres, decide a favor de legalizar los matrimonios entre personas del mismo sexo (al votar en contra de las objeciones de cuatro jueces masculinos).
Estos cambios espectaculares son precisamente los que hace que la historia del género nos deje tan estupefactos. Si, como hoy se ha demostrado de manera tan clara, el sistema patriarcal se ha basado en mitos infundados y no en hechos biológicos, ¿qué es lo que explica la universalidad y estabilidad de este sistema?
(Tomado de, Bibliografía: Noah Harari, Yuval, (2014) De animales a dioses. Barcelona, España. Penguin Random House Grupo Editorial. pp. 165-181)
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